La Luna iluminaba todo el sendero, era hora de partir. No podía
estar en el bosque a esa hora de la noche. Mucho menos sola. Pero un poco de
soledad era lo que necesitaba para estar conmigo misma. Escucharme a mí,
abrazarme a mí, besarme a mí, hablar de mí, pero conmigo. Iba de vez en cuando
a este bosque en el día cuando necesitaba alejarme de la sociedad, poner en
pausa la vida y encontrarme con la naturaleza, con el silencio que me brindaba
la madre naturaleza. Mi cabeza sentía que explotaba y necesitaba alejarme de
todo, así que corrí al bosque. A mi escape.
Prefería sentarme a contemplar los arboles.
Miles de preguntas me invaden. Respuestas abruptas sobresalen. Me
recosté en el suelo verde, cerrando los ojos, como esperando a tele transportarme
a casa. Pero no, ahí estaba yo, tendida en el suelo, esperando un cambio, o una
brisa suave que traiga las infinitas respuestas.
Veía como los pequeños animalitos huían de la noche. Todos a sus
casas. Debía hacer lo mismo. Pero mi rebeldía corría por mis venas y mis
piernas le obedecían. No podía moverme de allí. Y sentí como la sangre se
plantaba en mis pies, haciendo que salgan raíces de mi piel. Me asusté, por un
instante me sentía presa en mi zona de confort. Abrí los ojos. Vi las
estrellas, un millón de ellas, veía como corrían, como avanzaban.Vi la Luna,
que me iluminaba. Con las raíces al suelo hacía el intento de despegarme,
quería alcanzarle, se veía tan cerca, tan grande. Y yo tan pequeña, la veía
inalcanzable.
Mi deseo de tenerla entre mis manos era muy grande, correr hasta
el final del camino, allí donde se podía tocar la Luna, allí donde no
tendríamos diferencia de tamaño, allí quería llegar, pero esas raíces, esas
malditas raíces que no dejaban que me moviera.
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